Está casi anocheciendo. Cruzo el cauce del río, arenoso y sediento. Es invierno austral. Invierno de rio seco. Se escuchan pájaros de tarde junto al marula desnudo que marca la entrada al pueblo. También se escucha un jadeo. Es Jurgen. Jurgen boca arriba. Jurgen cabello negro y bigote ancho. Jurgen empolvado color ocre suelo. Jadea acompasado. Y Katerina encima. Sonrío breve y me aparto. No quiero que piensen que espío.
Fueron casi nueve meses buscando. Doscientos setenta días sin respuesta. Y al final se nos acabó el tiempo. No conseguimos un sólo ingeniero de aguas en todo Sudáfrica. Ninguno que quisiera trabajar tan lejos de todo. Nadie que, además de vivir en el bosque del norte, lo hiciera por no demasiado dinero.
-Pues si no hay aquí dentro, alguno habrá ahí fuera- dijo Tinhiko Khosa, la administradora y adjunta al director.
Y hubo uno. Se llamaba Jurgen Swager. Alemán del este. Cara blanca y sonrisa cuadrada. Aceptó con muy pocas palabras. Todas las que sabía en ingles. Había trabajado en Kenia y en Tanzania. Sala, su mujer tanzana, y su perro Klaus vendrían con él. Ponía muy pocas condiciones: un lugar para vivir y una valla alrededor de su casa para que Klaus no corriera tras las gacelas, los facoteros o las jirafas. Pero hubo una más:
- No iré sin mi coche. Mi coche viene conmigo. Trabajo con mi coche. Está en Alemania.
Tratamos de convencerle. Durante varios minutos. Le ofrecimos un todo terreno a cuenta de la organizació. Duro y apto para las carreteras locales, de tierra y arena. Y dijo que era un hombre de palabra, y de idea firme. Su palabra: no. Su idea firme: nunca cambio de opinión cuando tengo una opinión.
Shakta Kwgedi, el director financiero, dijo que deberíamos pensarlo. Que traer el coche desde Alemania costaría muy caro. Que habría que fletarlo en un contenedor y mandarlo por barco hasta Ciudad del Cabo. Después conducirlo dos mil doscientos kilómetros por carretera hasta el pueblo. Dijo que habría que hacer cuentas y calcular la rentabilidad de la operación. Después dijo que algo había oído él a cerca de lo cabezotas que son los alemanes. Y para cuando acabo de decir todo esto, Jurgen hacía rato que había firmado el contrato.
Fueron casi nueve meses imaginando. Doscientos setenta días de larga espera. Por el pueblo corrían más de seis versiones diferentes sobre cómo era el coche. Circulaban varios bocetos a lápiz de su diseño aerodinámico y su ingeniería alemana. Todas nacían de las parcas descripciones que ofrecía Jurgen. Nada de Shangaan, poco ingles y menos gestos. Karl, amigo de Jurgen y autoproclamado mecánico sincrético del pueblo, se jactaba de poder dibujar con un palo en el suelo, el frente y alzado de la máquina. También apostaba doble contra sencillo al nivel de parecido con la realidad.
Mientras esperaba su coche, Jurgen sonreía inquieto y acumulaba cantidades inmensas de opiniones que nunca cambiaba. Y también un armario lleno de malentendidos. Él siempre decía que era ingeniero y no licenciado en habilidades sociales. Pegson Mokoena, el encargado de mantenimiento, le preguntó una vez si en la universidad de Alemania, donde quiera que eso estuviera, no daban clases sobre cómo hacer amigos.
Y llegó el día. Estaba casi anocheciendo. Un gran camión con remolque cruzó el cauce del río, arenoso y sediento. Era invierno austral. Invierno de río seco. Gentes del nuestro y otros pueblos se apelotonaban curiosos para ver el ingenio alemán del ingeniero. El conductor del camión levantó la lona protectora entre hipos y grititos.....
Era un coche....cuadrado. Totalmente cuadrado. Como el que dibujaría con tiza un niño de seis años. Marrón y chato. Tenía dos puertas, asientos de escai plastificado. Faros cuadrados. El volante estaba a la izquierda. Tremendamente exótico para un país acostumbrado a circular también por la izquierda. Alguien hizo el primer comentario afro-jocoso. Fue sobre la depurada ingeniería inversa alemana. Jurgen correteaba nervioso asegurándose de que el carro no había sufrido ningún desperfecto. Finalmente cogió la llave, subió, se acomodó en el asiento del piloto y encendió el contacto. Un largo brrrrrrrrmmm apagado ocultó la carcajada general que se quedó meses colgando de cada rama. Después un puff, puff, puff, puff , y ya nunca más nada.
Katerina nunca anduvo un sólo metro. Jurgen juró que la haría arrancar. Cada tarde se metía bajo ella a trabajaba largas horas. Todavía hoy, cuatro años después, suspira algunas tardes bajo su polvorienta amiga. Yo, a veces, le llevo una cerveza y le dejo que me cuente, una vez más, cómo esperó más de nueve años para que el gobierno de la antigua RDA le adjudicara el coche; cómo su mecánica es simple pero segura; y cómo él nunca irá a ningún lugar sin que le acompañe su esperanza cuadrada, forrada de latón marron y polvo ocre.
jueves, noviembre 02, 2006
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10 comentarios:
Adoro estas historias tuyas, niño, las adoro. Por cómo son y cómo logras contarlas. Y por el buen sabor de boca que me dejan.
Muxux
Haces que todo suene redondo niño.
Y a todos nos hace falta un redondeador cerca, por actitud.
Precioso.
Más muxus con eme.
gracias por linkearme... pero es o mon reve a secas, o Lady G.... la D, noooo :)
Por cierto...buenos dias. Muxu bat!
muyyy bien, chico amable!!
De nada. Un placer.
Me he cansado de darle vueltas a cómo decir que me ha gustado mucho sin utilizar las palabras "me ha gustado mucho"... una no está igual de ingeniosa todos los días. Pues éso.
Pero que haría yo sin mis comentaristas ¿eh? (si Bandida si, aunque después de un mes no me quieran echar ni un polvo:))
Muxus para todas y todos
(Burma, me ha gustado eso del redondeador. Me lo apunto)
Es que es difícil encontrar en los blogs que uno incluso enlaza, gente que escriba bien, o bonito. Esta historia corta es bella y divertida y ¡qué bien estructurada!. Enhorabuena juankar. Muxu.
Hacía mucho tiempo que no leía un post que me gustara tanto. Y sobre todo, que despues de leerlo me despertara tanta curiosidad sobre su autor.
En fin, lo dejaré para algún mail en paralelo y ocasional.
Muchas gracias Vitore. Mucho tiene que ver con los ojos y predisposición del que lee. Muxu
Cuando gustes Saravá.
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